Intentas arreglarlo sin saber cuánto han traspasado los proyectiles, sin pensar que, aunque saques la munición de su cuerpo, siempre quedarán restos de pólvora que recordarán aquél momento.
Limpias tu armamento y con él rozas el cuerpo y alma de tu mártir que ahora yace sobre la cama ahogándose en suspiros, quebrantando tu interior y despertando tu culpabilidad. Pero te empeñas en advertirle que ya conoces los lugares de su figura donde tus balas perforan más dañina y lentamente, convencido de que has logrado hacerle creer que eres insensible, ignorando que para ello, primero tienes que creértelo tú.
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No es necesario decir todo lo que se piensa, lo que si es necesario es pensar todo lo que se dice.