domingo, 13 de noviembre de 2011

Se apagan las farolas

Al principio podía percibir un olor a jazmín, un penetrante olor a jazmín. Luego, mi olfato se concentraba un poco más y se podía distinguir el olor a rosas mojadas. Me senté en una piedra húmeda, pero grande y acogedora, a esperar. Un tiempo después, cansadas mis piernas de estar sentadas sin hacer nada cual objeto inerte, me convencieron y me hicieron dar un bote y empezar a andar. Comencé a escuchar golpecitos en el suelo, pero eran leves, a penas se podía decir de dónde venían. Más tarde empezó a aumentar el sonido, y con éste los aromas de las plantas de mi jardín. Salía de mi casa y sobre mi pelo surgió un líquido inodoro que resbalaba por mis cabellos finos, y que comenzó a mojar también mi camiseta. Fue quien me obligó a meterme bajo un puente, porque resultaba irritante sentirlo constantemente. Cuando por fin dejé de escuchar los ruidos en el suelo, y en las hojas de los árboles, me decidí a salir y a encontrar un nuevo lugar donde sentarme, que no fuese mi casa. Un fuerte olor a tierra empapada permaneció dentro de mi nariz. Seguía caminando tranquilamente por las silenciosas y olorosas calles de Madrid cuando súbitamente mi pie fue a parar a un charco, que dejó un olor a bacteria en mis botas nuevas. Estúpidos días de lluvia, siempre vienen cuando no deberían.

Después de haber maldicho una y otra vez a la lluvia, pude sentir cómo una sonrisa se dibujó en mi cara después de haber olido el aroma del sol. Ansiaba tanto su salida… Qué sonido tan agradable el de la risa de mi querido sol, y qué pena que tuviese que llegar la luna a fastidiarlo todo, con sus noches oscuras y sin emoción. Nunca traía nada nuevo, rara vez se presentaba con alguna estrella de más, pero siempre tenían todas la misma aburrida función. Se posaba ahí para que los locos enamorados pudiesen verla y mentir sobre lo bonita que estaba la luna desde sus grandes balcones. ¡Pero qué diversión podía tener un óvalo grisáceo y blanquecino en el que ni siquiera se distinguía un tímido rostro de mirada profunda, sino diversas manchas que no transmitían ningún sentimiento que no fuera distinto al del asco y la tristeza! Ya estaba llegando a mi casa y, aunque todavía quedaba un trocito de sol reluciendo tan bello como siempre, seguía aquel olor a hierba calada que tanto deseaba que desapareciera. Por más que se lo pedía, no me hacía caso, no quería escuchar mis aullidos de lobo desesperado por encontrar comida.