lunes, 22 de octubre de 2012

Viaje a la Alcarria, digo... a Ponferrada.

El equipo de mi padre había conseguido pasar por todos los obstáculos que se interpusieron en su camino. Tanto los fáciles como los difíciles. Sudando cada pase, sufriendo cada ataque, mereciendo cada victoria, lograron su objetivo: el ascenso a segunda división, la entrada a una liga más profesional, más complicada, su premio. Mi hermana y yo solo disponíamos de veinticuatro horas y todavía teníamos mil kilómetros por delante para llegar a tiempo y poder celebrar el ascenso junto al causante de toda aquella euforia: el entrenador del nuevo equipo de segunda, mi padre. El hecho de que constantemente surgieran sucesos que intentaban impedir que hiciésemos lo imposible para cantar y gritar las canciones de ánimo que la afición le dirigía a los jugadores, nos hizo pensarlo un par de veces. Pero se quedó en eso, en simples pensamientos que no duraron ni dos minutos en nuestras mentes. En cuestión de dos horas nos preparamos para tan largo y ansiado viaje. El primero de los vehículos fue un autobús que nos conduciría durante tres horas hasta Valencia, donde nos esperaba un taxi hacia la estación del AVE Joaquín Sorolla. Al llegar allí nos encontramos con la desapacible sorpresa de que sus puertas no abrían hasta cuatro horas más tarde, es decir a las seis y cuarto de la madrugada. No había nadie más en aquella calle excepto nosotras, dos alocadas jóvenes, vestidas y pintadas de azul y blanco, tapadas con bufandas de la S.D. Ponferradina. Dormir era casi imposible, pues la desesperación, el júbilo y el entusiasmo por dejarnos la voz en los cánticos anteriormente mencionados, casi salían por cada uno de los poros de nuestra piel. ¿Y qué mejor forma de desatar la tensión acumulada –pensamos- que practicando todas las canciones que iban a ser vociferadas el día de la celebración? Las cuatro horas de espera dieron hasta para la grabación de un vídeo de aviso a los ciudadanos de Ponferrada de nuestra próxima llegada. El trayecto en el AVE fue breve pero intenso. Una hora y ya estábamos en Madrid, listas para coger el convoy que partiría con nosotras dentro rumbo León, provincia de Ponferrada. Este recorrido fue el más largo de todos, con una duración de casi cinco horas. Pero, ¿qué eran cinco horas en movimiento y viendo constantemente a gente pasar comparadas con cuatro acompañadas únicamente de la soledad? No eran nada. Si hay algo siempre presente en mi hermana es su contagiosa sonrisa, a veces más visible y a veces menos, pero siempre está, y así transcurrimos las dos, con una sonrisa en la cara. Cualquier extravagancia que se pudiese contemplar en el vagón era digna de ser comentada y valorada por dos jueces, insisto, con la cara pintada de azul y blanco (o más bien azul celeste) como nosotras. Criaturas inocentes, las hermanas protagonistas, y totalmente desconocedoras de la rivalidad entre el equipo de la ciudad de León y la de Ponferrada, nos plantamos en la estación de trenes con todas las señales posibles que indicaban a qué equipo animábamos. A mi hermana y a mí comenzaban a preocuparnos algunas miradas de los peatones, pero aun con tal desconcierto en el cuerpo, seguimos caminando hacia la puerta, donde nos aguardaban mi madre y mi padre, quienes habían hecho el sacrificio de pilotar durante una hora un coche para recogernos y llevarnos a Ponferrada por fin. Sin lugar a dudas, hasta el mismísimo Robinson Crusoe se sorprendería si tuviera la oportunidad de conocer nuestra aventura de quince horas, yo todavía lo hago al recordarla, por supuesto, con una total inexistencia de arrepentimiento, y con una felicidad inexplicable en mi rostro y en mis entrañas.