jueves, 4 de junio de 2015

Serendipia

Mi macuto en la espalda,
una infinita cuesta de soledad ante mis ojos,
la voluntad de llegar al final del trayecto,
la esperanza de no encontrar una bifurcación que me haga retroceder a la duda,
otra vez.

La aurora asoma la cabeza por su cuna,
despertando a una ciudad entera,
sin temor a que nadie le eclipse,
osada y omnipresente,
pero siempre consciente 
de que la sangrienta luna 
llegará para destronarle.

Busco mi Faro de Alejandría
y no lo encuentro,
todavía.
El horizonte parece corear mi nombre,
y yo sigo el hilo conductor de la melodía.
Camino, sin un rumbo definido,
bucanera en el mar del fatalismo.
Recibiendo con los brazos abiertos
todo aquello que venga de paso,
o para quedarse,
o para sacarme del naufragio.
Respiro el humo de la misma ciudad 
que aún lucha por despegar sus párpados
con la luz del nuevo amanecer,
que regala un saco de oportunidades, 
para quien las quiera.

Ya llega el ocaso ardiente de Machado,
a anunciar que el tiempo se acaba
y que viene la frialdad acogedora de la Luna.
La tenuidad viste las calles,
con las farolas de complemento.
El color malva se ha quemado con el Sol,
y ahora luce un tono más oscuro
y más lúgubre.
Ríe por nada un plato colgado del cielo 
que me mira fijamente,
como queriendo convencerme 
de que ha vuelto a ganar una batalla,
y luce orgullosa su ejército de estrellas 
que parecen guiñarte el ojo.

En mis intentos por corresponderles,
se apagan los focos de mi serenidad,
y caigo rendida 
ante los pies de esa Armada Invencible.

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