Levantas la mirada, y también ese arma paulatinamente letal del cenicero. Lo pones entre tus labios y suspiras, inhalando el mismo humo que antes se divertía con el del café. En cuestión de segundos sientes el cosquilleo por la garganta, luego la sensación de que estás viajando en el tiempo, y cuando crees que es hora de volver para enfrentarte a la cruda realidad, exhalas de tu cuerpo ese billete de ida y, casi con violencia, lo aplastas contra ese cenicero que, aun siendo inerte, parece estar más vivo que tú.
Coges tu maletín y te diriges a pasar las horas frente a un ordenador en esa oficina oscura, lúgubre y contagiada con el virus de tu negligencia en la que no dejas entrar a nadie, y donde haces ese tipo de cosas que lo único que te llenan son los bolsillos a fin de mes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No es necesario decir todo lo que se piensa, lo que si es necesario es pensar todo lo que se dice.