viernes, 11 de abril de 2014

Tiempo

Como un niño cuando descubre el poder que tiene un llanto, el tiempo se va volviendo caprichoso. La diferencia es que al tiempo no hay quien le enseñe.
Cuanto más deseas que acelere en su camino, más lentos pasan los segundos, y viceversa.
Así es él; siempre hace lo que quiere, pero nunca lo que quieres.
Un día te miras al espejo sin conocer todavía la palabra reflejo y, al día siguiente, cuando estás cansado de oírla y hasta de verla, te han salido tantas arrugas que casi no logras reconocerte, y entonces tratas de pedirle al tiempo que retroceda echándote ingentes cantidades de cremas de todas las marcas. Lo que no te paras a pensar o de lo que no quieres convencerte es de que no vas a conseguir volver a aquel momento en el que no podías parar y tu risa estaba acompañada de esas humildes patas de gallo en las comisuras de tus ojos. Ni a aquel otro en el que te enfadaste tanto que tu enfado se veía evidente en las arrugas de tu frente. Y mucho menos a ese día en el que te dieron tal disgusto que tu boca no era capaz de ahogar los sollozos, pero tú no cesabas en intentar cerrarla, aunque fue en vano, y hoy maldices no haber podido conseguirlo. 
Cuando te paras a pensar en todo el tiempo que has perdido hasta el día de hoy solo te enfrentas a dos opciones; una de ellas es mantenerte cabizbajo y arrepentido, la otra es seguir aprovechando todo lo que te depare el tiempo. Lo que has de tener claro es que el tiempo sigue, sin compasión, y ninguno de los momentos que te brinde volverán a repetirse. 

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No es necesario decir todo lo que se piensa, lo que si es necesario es pensar todo lo que se dice.