lunes, 7 de marzo de 2011

Metamorfosis.

- Venga abuelo, cuéntanos otro – dijo Manuel.

- Sí sí, vamos, uno más por fa… – insistió Laura.

- Bueno está bien, pero… solo uno más, ¿eh? Que vuestra madre está al caer.

- ¡Bieeeeeen! – exclamaron los niños.

- ¡Os voy a contar una historia tan real, como que tenéis un abuelo que se llama Paco y os está contando un cuento! Hace muchos años yo tenía un abuelo, se llamaba Carlos y era un leñador muy conocido por esta zona, todo el mundo le apreciaba, sobre todo porque siempre regalaba leña a todos, y era un hombre bastante risueño. Andaba de calle en calle contando cuentos, por eso dicen que me parezco tanto a él. Un día empezó a sentir que encogía y, al principio, tanto sus hijos como él, pensaban que era porque estaba envejeciendo, que sus células óseas estaban muriendo. Él nunca había tenido una enfermedad, ni un síntoma siquiera. La fruta era algo que no podía faltar, y normalmente salía a andar una hora diariamente, todo dependía de cuánta leña tenía que cortar. Un día, descubrió que algo le empezaba a molestar cada vez que se sentaba en su mecedora, donde pasaba horas y horas soñando quién sabe qué. Le preguntó a su mujer, que no era mi abuela, sino otra señora con la que se había casado dos años después de separarse de mi nana, qué podía ser, y ella, que era un tanto estúpida, le contestó “Vete tú a saber, quizá sea otro grano de los tuyos, pero ya estoy harta de explotártelos, así es que aguántate un poquito que en dos o tres días se te habrá pasado”. Carlos hizo caso a su esposa, y se acomodó como pudo en su silla, pero de las cuatro horas diarias que solía dormir, pasó a dormir una hora u hora y media. Al día siguiente de creer que ese bulto que le molestaba tanto era un grano, vio que había crecido y ahora no podía sentarse ni siquiera un poco, no lograba estar sentado ni dos minutos. Ese mismo día, mientras comía una manzana, se acercó su hija, que es la tía Carmen, y le dijo “Papá, ¿qué estás tomando que tanto te han crecido los dientes?” y él le contestó “Hija, ¿qué voy a tomar? Si yo estoy más sano que una rosa, y eso lo sabes tú mejor que nadie, que eres la que siempre me acompaña al médico”. Su segunda hija, que es la tía Lola, se quedó mirándole, pero no a sus dientes, ni al bulto de la parte trasera de su cuerpo, sino a la cantidad de pelo blanco que le había salido por la barba y por la cabeza, además, ese día estaba más bajito que nunca. Un día, mientras cortaba leña, de repente las manos empezaron a hacérsele más pequeñas, y las uñas le crecieron de repente en forma de espina, además, se le pegaron los codos al cuerpo, y esto empezó a preocuparle, así que acudió corriendo a casa a mirarse en el espejo, en el trayecto todos le oteaban asombrados. Una vez en casa, en el reflejo vio que su cara empezó a empequeñecer y a hacerse lo más parecido a algo triangular, sus ojos se tornaron carmesí, el pelo iba aumentando, cada vez había más y más blanco. Las piernas empezaron a encogerse y su altura no llegaba ya ni a la pata del mueble más bajo de la casa, que era de diez centímetros. Poco a poco, el bulto empezó a crecer en forma de cola de rata, y en el momento en que su barba se transformó en bigote de gato, entró su mujer, que horrorizada empezó a gritar por toda la casa: “¡UNA RATA, UNA RATA, LA ESCOBA, LA ESCOBA, AAAAAAAAAAHHHHHHH!” Y la rata, que era mi abuelo, salió corriendo por una de las grietas que se habían hecho en la pared. Y os preguntaréis cómo se yo esto, y es que yo era doctor, un doctor chiflado que hablaba con los animales. Y muchos de los cuentos que me sé me los han contado ellos mismos, y por eso tengo a Carlos en una jaula siempre conmigo, porque es mi abuelo…

Y de repente el timbre de la casa sonó intensamente, y en efecto, era la madre de sus nietos, que venía a recogerlos porque la sesión de Cuentacuentos ya había acabado, los niños no dijeron ni una sola palabra al salir de casa.

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